«Los biocombustibles deben beneficiar a los pobres» por Jacques Diouf, director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO)

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(El País).- Gran parte del actual debate sobre la bioenergía -al concentrarse sobre aspectos negativos como la fuerte alza del precio de los alimentos y la pérdida de biodiversidad- deja de lado el enorme potencial del sector para reducir el hambre y la pobreza. Si se utiliza de forma adecuada, la bioenergía nos ofrece una oportunidad histórica de acelerar el crecimiento de muchos de los países más pobres del mundo, posibilitar un renacimiento de la agricultura y suministrar una energía moderna a un tercio de la población mundial. Sin embargo, esta meta de enorme importancia podrá cumplirse solamente si ahora se toman las decisiones adecuadas y se establecen las políticas correctas. Necesitamos desarrollar con urgencia una estrategia internacional para la bioenergía. En su ausencia, corremos el riesgo de que produzca los efectos contrarios: una mayor pobreza y mayor daño al medio ambiente. De forma específica, esta estrategia debe asegurar que una parte importante de la bioenergía producida por este mercado multimillonario sea generada por los trabajadores agrícolas del mundo en desarrollo, que representan el 70% de los pobres del planeta. También debe incluir esta estrategia colectiva una serie de políticas que promuevan el acceso de los pobres del ámbito rural al mercado internacional de la bioenergía. En primer lugar, se requiere la eliminación de las barreras comerciales que algunos países de la OCDE aplican a las importaciones de etanol. En segundo lugar, necesitamos garantizar que los pequeños campesinos puedan organizarse entre ellos para producir, procesar y comercializar los cultivos para suministrar bioenergía a la escala necesaria. En la práctica, ello supone que tengan acceso al crédito y al micro-crédito y se les ayude a organizarse en cooperativas. Por último, se requiere un sistema de certificación que asegure que los productos bioenergéticos pueden venderse tan sólo si reúnen una serie de requisitos medioambientales. Así se promovería la producción por parte de pequeños campesinos, que tradicionalmente utilizan sistemas agrícolas complejos y biodiversificados, al contrario de las grandes explotaciones industriales que practican el monocultivo. Estas medidas permitirían a los países en desarrollo -que en general poseen ecosistemas y climas más adecuados para la producción de biomasa que los países industrializados, y cuentan a menudo con grandes reservas de tierra y mano de obra- aprovechar sus ventajas comparativas. Pero tal y como están ahora las cosas, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) prevé que en 2030 los biocombustibles supondrán entre el 4% y el 7% del total de combustible utilizado para el transporte; permaneciendo Estados Unidos, la Unión Europea y Brasil como principales productores y consumidores. Si es así, significará que tuvimos una oportunidad para cumplir nuestras promesas solemnes de acabar con el hambre y la pobreza, pero que preferimos mirar para otro lado. Hasta ahora, el debate sobre los biocombustibles se ha centrado casi de forma exclusiva en la substitución del petróleo en el transporte. Pero en la actualidad, los biocombustibles para el transporte representan menos del 1% de la producción mundial de energía. Un porcentaje mucho mayor de la energía a nivel mundial, el 10%, procede de la "bioenergía tradicional": la leña, el carbón vegetal, el estiércol y los residuos de las cosechas, que calientan las casas y permiten cocinar en gran parte del mundo en desarrollo. Centrar el debate exclusivamente en los biocombustibles para el transporte supone, por lo tanto, dejar de lado una gran parte del potencial que tiene la bioenergía para la reducción de la pobreza. Este potencial reside más en ayudar a dos mil millones de personas a producir su propia electricidad y cubrir otras necesidades energéticas que en mantener 800 millones de automóviles y camiones circulando por las carreteras. La electricidad es lo que impulsa el desarrollo: no se pueden establecer redes informáticas con excrementos de vaca secos. Pero, gracias a la tecnología moderna, es posible transformar esos excrementos en biogás. Ayudar a los dos mil millones de personas que viven con menos de dos dólares diarios a obtener una bioenergía accesible, hecha en casa y sostenible a nivel medioambiental, representaría un espectacular paso adelante en su desarrollo. Promover esta transformación es hoy más urgente que nunca debido al aumento del 300% en los precios del petróleo registrado en los últimos años, que supone una carga abrumadora para las economías de los países más pobres del mundo. Es necesario abordar con urgencia estas cuestiones para evitar más daños. Nuestro objetivo debería ser una reunión de alto nivel, como muy tarde el próximo verano, para establecer las reglas básicas del mercado internacional de la bioenergía. Hay que garantizar que la bioenergía alcance su potencial de promover crecimiento sostenible y progreso, evitando al mismo tiempo que los ricos se hagan aún más ricos, empobreciendo más a los que sufren de pobreza crónica y produciendo un daño mayor a un medio ambiente cada día más frágil.

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